Tomás-Ramón Fernández
SUMARIO
I. La dimensión simbólica de la tauromaquia
II. Un poco de historia
- Los discutidos orígenes
- De la prohibición de Carlos IV a nuestros días
III. La ordenación legal de los festejos taurinos. Presente y futuro
- La inesperada aparición de Reglamentos autonómicos de espectáculos taurinos
- La Ley catalana 28/2010, de 3 de Agosto, de prohibición de las corridas de toros
- Análisis de marco constitucional vigente
- La Ley y el Reglamento y sus respectivos ámbitos
IV. Los festejos populares
I. La dimensión simbólica de la tauromaquia
Quien quiera entender qué son realmente los festejos taurinos y explicarse por qué existen o, mejor aún, por qué subsisten en un mundo tan diferente a aquél en el que surgieron tiene que conocer no sólo su historia, sino también y sobre todo algo que es anterior a ella: la dimensión simbólica de la tauromaquia.
Y es que los festejos taurinos, bien sean los de carácter popular que tienen lugar en las calles y plazas de muchas ciudades y pueblos de España durante sus fiestas patronales, bien los que, como espectáculo regular y regulado se celebran no sólo en España, sino también en Portugal y Francia, en México, Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú, no son un juego, ni tampoco un deporte. Son mucho más que eso. La tauromaquia, dice el Diccionario de la Real Academia Española, es un arte, el arte de lidiar toros bravos, es decir, de correrlos y sortearlos y, si es posible hacerlo con una cierta elegancia, un arte antiguo, muy antiguo, tanto, quizás, como las dos figuras que lo protagonizan, el hombre y el toro.
El toro es, en efecto, un animal totémico, en el que en la mayoría de las religiones y culturas primitivas se ve una epifanía, una representación de las divinidades vinculadas a la fuerza y al poder fecundante de la naturaleza. En todas ellas el toro es signo de poder y autoridad, expresión de lo sagrado, esperanza de fecundación y reproducción de animales y plantas. En todas juega un papel semejante, sean cuales sean las denominaciones (Apis, Serapis), sea cual sea el lugar (Creta, Asiria). En todas se le rinde culto y en todas también el hombre admira y envidia su fuerza y su poder, de los que ansía apropiarse de algún modo para poder parecerse a él. Por eso se le enfrenta, por eso lucha con él y arriesga su vida en esa lucha; por eso también lo convierte en objeto de un sacrificio del que participa toda la comunidad.
Esta dimensión simbólica por lejana que pueda parecer sigue de algún modo presente en los festejos taurinos actuales, que son el último fruto de una larga evolución que pasa por la desacralización y por la subsiguiente conversión del rito en juego sin perder del todo el contacto con su primitivo origen, que continúa siendo, por lo tanto, su imprescindible contexto. Al torero cuando está bien el público le otorga las orejas y aun el rabo del toro lidiado, símbolo de esa apropiación de la fuerza y el poder de éste. Lo mismo ocurre en algunos festejos populares, como el célebre “toro de vega” que se corre tradicionalmente en Tordesillas. Huella de ese simbolismo es también la costumbre que pervive en muchos pueblos castellanos de celebrar el último día de sus fiestas un banquete en la plaza mayor en el que los vecinos comparten un guiso común de la carne de las reses lidiadas en los festejos de los días precedentes. Una suerte de comunión colectiva que hace partícipe a la totalidad del vecindario del triunfo del héroe sobre la bestia, de la victoria de la inteligencia y de la razón sobre la fuerza, de la afirmación de la superioridad del ser humano, de su capacidad para sobreponerse a las dificultades, para superar el miedo, para convertir, incluso, en emoción estética un enfrentamiento que pone en juego la propia vida[1].
Son muchos y muy diversos los matices y las derivaciones del núcleo mítico inicial, algunas de ellas muy hermosas, como la del toro nupcial, bellísimamente ilustrada en una miniatura de las Cantigas del Rey Sabio y magistralmente explicada por Angel Alvarez de Miranda en un libro ejemplar varias veces reeditado[2], pero todas ellas giran en torno a esa idea última, a ese afán permanente del ser humano de elevarse por encima de sí mismo, de afirmarse frente a la realidad hostil que le rodea, de afrontar el riesgo que conlleva el propio vivir y de hacerlo, si es posible, con elegancia y una sonrisa en los labios, consciente de que en ello está su triunfo, un triunfo ciertamente fugaz, que es, sin embargo, el único a su alcance, ya que un triunfo definitivo le está vedado.
Esto es lo que explica la existencia en el mundo de hoy, al cabo de tantos siglos y de tan drásticos cambios, de los festejos taurinos.
II. Un poco de historia
- Los discutidos orígenes
Hasta hace muy poco hemos vivido en la creencia de que el toreo a pié, las corridas de toros tal y como hoy las conocemos, se desarrolla a partir del cambio de dinastía que tiene lugar a comienzos del siglo XVIII con la llegada de los Borbones, momento en el que la aristocracia, protagonista hasta entonces del toreo a caballo abandonaría este ejercicio, poco grato al nuevo monarca, dejando paso así a la gente de a pié, que de meros auxiliares de los caballeros pasarían a ocupar el primer plano en los festejos taurinos. Esta versión encontraría un apoyo, aparente al menos, en la continuación del predominio del rejoneo en Portugal, donde no se produjo un cambio político semejante, así como en la vestimenta “a la federica” de los rejoneadores portugueses, que contrasta con el uso del traje campero por los españoles.
El propio Ortega y Gasset vino a dar consistencia a esta presentación al situar en el primer cuarto del siglo XVIII y en el norte de España sorprendentemente los orígenes de la corrida[3]. No precisó el ilustre filósofo sus fuentes, pero el estudio llevado a cabo por Luis del Campo de los archivos municipales de Pamplona dejó muy claro que, en efecto, los regidores de esta ciudad organizaban todos los años festejos de este tipo para los que contrataban a los profesionales más acreditados, amén de aceptar también la participación en ellos de “ventureros”, esto es, de otros lidiadores no contratados previamente por la Corporación, que iban en consecuencia “a la ventura”[4]. Pamplona quedó así reconocida como uno de los focos originarios del toreo a pié, contemporáneo del de la Maestranza sevillana estudiado por el Marqués de Tablantes[5].
A esta historia permanecieron ajenos, sin embargo, los historiadores profesionales, cuya irrupción ha contribuido decisivamente a desmontarla. Corresponde a Isabel viforcos el mérito de haber sido la primera en mostrar como el toreo a pié era también habitual por la misma época en otras ciudades, tan poco taurinas en principio como León[6], pero ha sido Gonzalo Santonja el que en dos libros recientes ha demostrado con documentos definitivamente expresivos que el toreo a pié estaba bien consolidado en toda Castilla en el siglo XVI y que contaba con profesionales bien conocidos, que, acompañados de lo que hoy llamaríamos sus “cuadrillas”, eran regularmente contratados en diferentes ciudades gracias al crédito ganado con sus actuaciones[7].
En un segundo libro ofrece Santonja una prueba gráfica del temprano arraigo del toreo a pié en las tierras castellanas, una prueba definitiva en el sentido de que para conocerla y apreciarla ya no es necesario acudir a los archivos, puesto que basta poner la vista en monumentos cuya contemplación está al alcance de todos: el alfarje del claustro de Silos, la silla del coro de la catedral nueva de Plasencia, la escalera de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, etc, etc[8].
2. De la prohibición de Carlos IV a nuestros días
En la historia contemporánea de los festejos taurinos hay un momento culminante: la prohibición de los festejos taurinos por la Real Cédula de Carlos IV de 10 de Febrero de 1805. Precedió a ésta la que Carlos III decretó, a instancias del Conde de Aranda, el 9 de Noviembre de 1785, pero, a diferencia de esta última, que, en rigor, se limitó a someter los festejos a un régimen de autorización previa, la de Carlos IV fue una prohibición absoluta, que nunca fue formalmente levantada, hasta la novísima Ley 10/1991, de 4 de Abril, de potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos[9].
Durante dos siglos, por lo tanto, los festejos taurinos se han celebrado en España, por sorprendente que esto pueda parecer, gracias a la tolerancia de las autoridades gubernativas, que nunca se atrevieron a hacer efectiva la prohibición conscientes sin duda de que contaba con el apoyo masivo de la población, de que se trataba de un auténtico “acontecimiento nacional”, como acertó a conceptuarlo Enrique Tierno Galván[10].
Hubo, ciertamente, varios intentos de acabar con los festejos taurinos a lo largo del siglo XIX, pero las proposiciones de Ley abolicionistas presentadas por el Marques de San Carlos el 25 de Abril de 1877, Alejando Olivan el 10 de Junio de 1878 y Avila el 5 de Junio de 1894 no llegaron a prosperar, de modo que el tránsito del siglo XIX al XX y, sobre todo, los primeros años de este último siglo llegaron a ser el periodo mayor esplendor de lo que el Conde de las Navas llamó “el espectáculo más nacional”, la edad de oro del toreo a pié.
Ese impulso se mantuvo a lo largo del siglo XX, sin que consiguieran frenarlo ni la prohibición de la asistencia a los festejos de los menores de catorce años acordada por el Real Decreto de 12 de Diciembre de 1929, ni la propia Guerra Civil, que dañó muy seriamente la cabaña brava.
En el siglo XX los Reglamentos de plaza, característicos de la etapa precedente, a los que abrió paso Melchor Ordoñez como Gobernador Civil de Málaga, primero, y de Madrid después, en 1849 y 1852, respectivamente, cedieron su lugar a los Reglamentos de ámbito nacional, sistema que se consolidó definitivamente con el de 1930, tras las primeras y limitadas experiencias de 1917, 1923 y 1924.
A ese Reglamento sucedió el de 15 de Marzo de 1962 con el que entramos en la nueva era constitucional y en un escenario también nuevo.
III. La ordenación legal de los festejos taurinos. Presente y futuro.
- La inesperada aparición de Reglamentos autonómicos de espectáculos taurinos.
La Constitución vigente nada dice, como es natural, de los festejos taurinos. Tampoco hicieron referencia alguna a ellos los primeros Estatutos de Autonomía de las diferentes Comunidades Autónomas, que se limitaron a recabar para éstas la competencia genérica en materia de “espectáculos”. Por esta vía de los “espectáculos” comenzaron a penetrar poco a poco las Comunidades Autónomas, muy poco a poco, ciertamente, porque los Decretos de transferencias y traspasos de servicios dejaron siempre a salvo la aplicabilidad general del Reglamento de Espectáculos taurinos de 1962 y se limitaron a traspasar las competencias meramente ejecutivas, con excepción de la facultad de los Gobernadores Civiles de suspender los festejos taurinos por razones de orden público.
Las Leyes de Espectáculos de Navarra y del País Vasco, de 13 de Marzo de 1989 y 10 de Noviembre de 1995 respetaron esta situación y se limitaron a introducir algunas, muy pocas y muy pequeñas, modificaciones en el Reglamento estatal.
El panorama cambió paradójicamente con la promulgación de la Ley estatal de 4 de Abril de 1991, de potestades administrativas en materia de espectáculos taurinos. Esta Ley fue realmente un hito en nuestra Historia porque fue ella la que devolvió los festejos taurinos a la legalidad, de la que fueron expulsados por Carlos IV y sentó las bases de la ordenación de dichos festejos y de la intervención en ellos de las autoridades administrativas: régimen de autorización o comunicación previas a su celebración, Registro de profesionales y ganaderías, garantías de la integridad del espectáculo y régimen de infracciones y sanciones. Tuvo, sin embargo, la debilidad de incluir una disposición adicional con la que autolimitó su aplicación al declarar que lo establecido en la misma sólo sería de aplicación “en defecto de las disposiciones específicas que puedan dictar las Comunidades Autónomas con competencia administrativa en la materia”. Esta declaración se vió por las Comunidades Autónomas como una invitación formal para dictar sus propias disposiciones, lo que dio lugar a la aparición de cinco Reglamentos autonómicos de espectáculos taurinos: el de Navarra (Decreto Foral 249/1992, de 29 de Junio), el del País Vasco (Decreto 281/1996, de 3 de Diciembre, luego sustituido por el Decreto de 27 de Abril de 2010), el de Aragón (Decreto 223/2004, de 19 de Octubre), el de Andalucía (Decreto 68/2006, de 21 de Marzo) y el de Castilla y León (Decreto 57/2008, de 21 de Agosto).
A estos cinco Reglamentos autonómicos hay que unir el Reglamento estatal de espectáculos taurinos aprobado por Real Decreto 145/1996, de 3 de Febrero, que sustituyó a otro de 1992, de efímera vida.
Es importante destacar que esta proliferación de Reglamentos autonómicos es algo más y algo peor que una mera anécdota, ya que ha supuesto un paso atrás al restablecer con carácter general el régimen de autorización previa, que la Ley estatal de 4 de Abril de 1991 había restringido con acierto a los espectáculos organizados en plazas no permanentes, ha multiplicado sin sentido alguno los Registros profesionales y de ganaderías, medida que, al igual que la anterior, pugna con el mandato liberalizador de la Directiva de Servicios 123/2006, de 12 de Diciembre, y lo que es peor ha venido a hacer imposible la persecución y sanción de los eventuales fraudes (el “afeitado” de las reses, sobre todo), ya que cada uno de los Reglamentos autonómico establece un régimen de responsabilidad diferente, lo que hace que no coincidan nunca las normas aplicables en la Comunidad de origen de las reses (Andalucía y Castilla y León, básicamente) y las que rigen en las Comunidades en cuyas plazas van a lidiarse.
2. La Ley catalana 28/2010, de 3 de Agosto, de prohibición de las corridas de toros
Aprovechando el silencio de la Constitución en materia de protección de los animales la Generalitat de Cataluña, cuyo Estatuto inicial tampoco reclamó competencia alguna al respecto, aprobó una Ley de 4 de Marzo de 1988, sobre este asunto, cuyo artículo 4 prohibió el empleo de animales en espectáculos, luchas y otras actividades, exceptuando, sin embargo, “la fiesta de los toros en aquellas localidades donde, en el momento de entrar en vigor esta Ley, haya plazas construidas para celebrar dicha fiesta”, lo que, como es obvio, vino a declarar “a extinguir” las corridas de toros al prohibir la construcción de nuevas plazas.
El antitaurinismo de los nacionalistas catalanes ha culminado con la eliminación de esta excepción por la Ley 28/2010, de 3 de Agosto y la consiguiente prohibición en Cataluña de las corridas de toros y novillos a partir del 1 de Enero de 2012. Curiosamente esta prohibición ha sido acompañada de una Ley que garantiza la pervivencia de los festejos populares o correbous, la Ley 34/2010, de 1 de Octubre, que se tramitó simultáneamente con la anterior.
La prohibición es de muy dudosa constitucionalidad y ha sido impugnada por ello ante el Tribunal Constitucional por un grupo de parlamentarios del Partido Popular. Una iniciativa legislativa popular, avalada por más de 500.000 firmas, ha sido presentada también en el Congreso de los Diputados con el propósito de declarar la Fiesta de los Toros como “Bien de interés cultural de carácter global” y asegurar de este modo su protección por los poderes públicos en todo el territorio español[11].
Estas iniciativas encontradas exigen un análisis cuidadoso del texto constitucional en vigor.
3. Análisis del marco constitucional vigente
Como ya se subrayó al comienzo, la Fiesta de los Toros es algo más, mucho más, que un simple espectáculo, por lo que es radicalmente erróneo el enfoque que ha venido haciéndose hasta ahora de los festejos taurinos. El número total de festejos de este tipo que se celebran anualmente en España oscila, según datos del Ministerio del Interior entre los 2.622 del año 2007 y los 1724 de 2011, año este último en el que se lidiaron 9.299 reses. Hay más de 1.200 explotaciones ganaderas que ocupan 540.000 Has, en las que pastan 140.000 vacas nodrizas. Los ingresos directos anuales que proporcionan estos festejos rondan los 1.350 millones de euros, a los que hay que sumar otros 1.150 millones de euros de ingresos indirectos, lo que supone una aportación del sector al PIB nacional del 2’4% y unos 180.000 empleos aproximadamente[12].
Aunque sólo fuera por esto sería forzoso concluir que ninguna Comunidad Autónoma puede justificar una prohibición radical de las corridas de toros a partir de su competencia en materia de espectáculos, que es una típica competencia de policía administrativa cuyo núcleo es el mantenimiento del orden en la celebración de los mismos y la protección de las personas y de los bienes que pudieran ser afectados por ellos. La competencia que el artículo 116 del vigente Estatuto de Cataluña atribuye a la Generalitat en materia de protección de los animales, que es el otro título competencial invocado por ésta, está incluida bajo la rúbrica “agricultura, ganadería y aprovechamientos forestales”, lo que no tiene otro punto de conexión con la Fiesta que la relativa a la cría del ganado de lidia. A ello hay que añadir que esa competencia sobre la “ganadería” debe ejercerse, según el propio Estatuto, de acuerdo con las bases que al efecto pueda establecer el Estado, lo que excluye obviamente una medida unilateral de signo prohibitivo como la adoptada.
La Fiesta de los Toros es parte integrante del patrimonio cultural de España, expresión, como dijo con acierto Ortega y Gasset de esa amistad tres veces milenaria del hombre español y el toro bravo, de la que dan fé tantos documentos y monumentos de todas clases desde la célebre estela celtibérica de Clunia. De pocas cosas, si alguna, podrá predicarse con más razón su pertenencia al patrimonio cultural que contribuye a definir nuestra propia y peculiar realidad, nuestro privativo modo de ser, de entender y de estar en el mundo, nuestra cultura en el sentido más profundo y más auténtico del término, sin la cual no seríamos ya nosotros mismos[13].
El artículo 46 de la Ley del Patrimonio Histórico Español de 25 de Junio de 1985 no deja lugar a dudas cuando afirma que “forman parte del Patrimonio Histórico Español los bienes muebles e inmuebles y los conocimientos y actividades que son o han sido expresión relevante de la cultura tradicional del pueblo español en sus aspectos materiales, sociales o espirituales”
Ninguna autoridad puede prohibir, por lo tanto, los festejos taurinos. Todos los poderes públicos sin excepción están, por el contrario, expresamente obligados por el artículo 46 de la Constitución a garantizar la conservación y a promover el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran, cualquiera que sea su régimen jurídico y titularidad[14]. De aquí, por lo tanto, y no de la perspectiva parcial y limitada de los “espectáculos” debe, pues, partir la ordenación legal de la Fiesta.
4. La Ley y el Reglamento y sus respectivos ámbitos
Resta ya sólo decir que por razones históricas, esto es, por la situación de anomia en la que ha vivido la Fiesta desde la prohibición de Carlos IV hasta la Ley 10/1991, de 4 de Abril, los Reglamentos de espectáculos taurinos han venido jugando un papel que excede con mucho lo que es propio de una norma subalterna cuya función es simplemente la de complementar la Ley, a la que está constitucionalmente reservado todo lo que concierne a la libertad y a la propiedad o de algún modo limita éstas.
De los actuales Reglamentos de espectáculos taurinos, estatal y autonómicos, hay que extraer, en consecuencia, todas aquellas materias que por su naturaleza están reservadas a la Ley y, en concreto, a una Ley estatal: la regulación de las profesiones taurinas, la regulación de la actividad empresarial, esto es, la organización de los festejos, la de los contratos, entre el propietario de las plazas, que normalmente es una Administración Pública, y los empresarios y entre estos y los ganaderos, dadas las peculiaridades propias del contrato de compraventa del ganado de lidia.
El mercado taurino es único y requiere por ello también una regulación única. Unica debe ser también la disciplina de ese mercado y la regulación de las obligaciones y de los derechos de todos los que en él actúan, sea como productores, como prestadores de servicios o como simples usuarios.
Los Reglamentos de los espectáculos taurinos deben, pues, limitarse en el futuro a regular el desarrollo del espectáculo propiamente dicho con el fin de asegurar su ordenada secuencia y el correcto comportamiento de quienes intervienen en él y del público en general.
IV. Los festejos populares
La regulación de las capeas, encierros, correbous y demás festejos taurinos tradicionales y populares que se celebran en infinidad de ciudades y pueblos de España es imprescindible por razones de seguridad ciudadana, ya que tienen lugar en espacios públicos y la participación en los mismos es, en principio, general y libre. No hubo, sin embargo, una regulación de carácter general hasta la Orden de 10 de Mayo de 1982, pero hoy cuentan con una normativa detallada a nivel de Ley en muchas Comunidades Autónomas, lo que es razonable, dadas las peculiaridades de muchos de estos festejos y su vinculación a tradiciones locales, que en muchos casos tienen una gran antigüedad[15].
[1] La literatura al respecto es muy abundante y muy variada también. Pueden consultarse con fruto, desde perspectivas muy diferentes, las obras siguientes: Manuel Delgado Ruiz, De la muerte de un dios. La Fiesta de los Toros en el universo simbólico de la cultura popular, Nexos, Barcelona, 1986; Cristina Delgado Linacero, El toro en el Mediterráneo. Análisis de su presencia y significado en las grandes culturas del mundo antiguo, Simanca ediciones, Madrid 1996 y Jack Randolph Conrad, El cuerno y la espada, traducción al español de R. Mazarrasa del original The horn and the sword: the history of the bull as symbol of power and fertility, Fundación Real Maestranza de Caballería de Sevilla – Universidad de Sevilla, 2009. La edición de la obra va precedida de un valioso prólogo de Jorge Maier Allende, El cuerno y la espada en la historiografía del origen de las corridas de toros, que incluye una selecta bibliografía.
[2] Vid. Angel Alvarez de Miranda, Ritos y juegos del toro, Taurus, Madrid 1962.
[3] Vid. José Ortega y Gasset, Una interpretación de la Historia universal, 2ª edición, Revista de Occidente, El Arquero, Madrid 1960. Los escritos de Ortega sobre temas taurinos están recogidos en La caza y los toros, muchas veces reeditado desde 1960.
[4] Vid. Luis del Campo, Pamplona y toros. Siglo XVIII, Editorial La Acción Social, Pamplona 1972. El propio autor publicó posteriormente, Pamplona y toros. Siglo XVII, Pamplona 1975. Ambos libros se nutren de un exhaustivo examen de la documentación obrante en el Archivo municipal, aunque lamentablemente no precisa las citas y referencias que utiliza.
[5] Vid. Marques de Tablantes, Anales de la Plaza de toros de Sevilla, 1917.
[6] Vid. Isabel viforcos, El León barroco. Los regocijos taurinos, Universidad de León 1992.
[7] Vid. Gonzalo Santonja, Luces sobre una época oscura (El toreo a pié del siglo XVII), Everest, 2ª edición, León 2011.
[8] Vid. Gonzalo Santonja, Por los albores del toreo (Imágenes y textos de los siglos XII-XVII), Everest 2012.
[9] Vid. sobre este asunto Tomas R. Fernandez, Reglamentación de las corridas de toros, Espasa-Calpe, Madrid 1986 y La ordenación legal de la Fiesta de los Toros, en la Revista de Administración Pública nº 115, Enero-Abril 1988.
[10] Vid. Enrique Tierno Galván, Los toros, acontecimiento nacional, Obras Completas, Volumen II, páginas 113 y siguientes.
[11] Vid. Tomas R. Fernandez, Sobre la constitucionalidad de la prohibición de las corridas de toros en Cataluña, en Estudios 2011, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.
[12] Datos ofrecidos por la Mesa del Toro, Federación que integra catorce asociaciones, de empresarios, ganaderos, profesionales, veterinarios, etc.
[13] El ejemplo de Francia, que ha incluido en 2012 la “corrida” en el inventario de su “patrimonio inmaterial” es definitivamente expresivo en este sentido, si se tiene en cuenta que en el país vecino la tradición taurina se ciñe a cuatro regiones, doce departamentos y cuarenta y siete ciudades, una parte, importante sin duda, pero una parte solamente del territorio francés.
[14] Vid. Tomas R. Fernandez, Sobre la constitucionalidad, cit.
[15] Un estudio completo de este tema en Dionisio Fernández de Gatta, El régimen de los festejos taurinos populares y tradicionales, Editorial Globalia, Salamanca 2009.